lunes, 10 de septiembre de 2007

El perfil de un dictador


Lo busqué por largo tiempo y hoy, por fin, lo encontré: el perfil de Augusto Pinochet que el periodista norteamericano Jon Lee Anderson publicó en The New Yorker. El texto se titula The Dictator y apareció el 12 de octubre de 1998, cuatro días antes de que el juez Baltasar Garzón dictara auto de prisión contra el nefasto general, quien por esos días se encontraba en Londres.

Lamentablemente, el perfil está en inglés y es demasiado largo como para colgarlo en el blog, pero si deseas leerlo deja tu correo electrónico en los comentarios y te lo envío.

A modo de desagravio, a continuación posteo un extracto del libro “Un día con Jon Lee Anderson”, del periodista español Fernando García Mongay, que relata la experiencia de Anderson entrevistando al dictador.

Y en algunas semanas más prometo contarles detalles sobre el espectacular régimen de trabajo de Anderson, impensado para el periodismo latinoamericano: está contratado por el New Yorker y sólo escribe, en promedio, cuatro artículos en un año. O menos. Elaborar un perfil sobre García Márquez, por ejemplo, le tomó siete meses.

Ojalá en Chile hubiese una revista que diera todo ese tiempo para investigar y escribir sobre un tema, y además pagara lo suficiente para subsistir durante el proceso.

Repito: impensado.

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En 1998, Jon Lee Anderson publicó en The New Yorker un perfil sobre Pinochet. El dictador chileno viajó a Londres para pasar una revisión médica. Al parecer, si no entraba en el quirófano, Pinochet corría el peligro de convertirse en un discapacitado permanente.

Anderson se entrevistó por última vez con el militar en los salones de un elegante hotel londinense. Quería averiguar si su “corazonada era buena”. Pensaba que Pinochet estaba negociando para que cesaran las investigaciones de abusos sobre derechos humanos durante su régimen.

“Le pregunté insistentemente sobre esto y al principio intentó eludir el asunto. Pero insistí. Finalmente explotó y, con voz irascible que fue elevando mientras hablaba, me confirmó que lo que el quería era un final para todas esas investigaciones sobre derechos humanos. Gritó: ¡A terminar con los casos!,” decía Anderson en un artículo donde explicaba sus encuentros con el dictador (...)

(…) En 1998, Anderson todavía no era un escritor de plantilla del New Yorker. Escribía una media de 5 perfiles al año, alrededor de 50.000 palabras que le bastaban para vivir holgadamente. Al escribir el retrato del general Pinochet se percató de que no hay que dar nada por sentado. Cuando empezó, localizó el número de teléfono de la hija de Pinochet en la guía telefónica. ¿Quién podía pensar que fuera tan fácil hablar con ella? Consiguió cenar en casa de un hijo del dictador y acompañar a la hija por las calles de Santiago de Chile en un utilitario que alquiló.

Cuando conoció al dictador se sintió decepcionado. Parecía que era más mayor y como si hubiera empequeñecido. “Pero tan solo fue una impresión inicial”, porque al preguntarle por “las críticas de los métodos que usó para gobernar”, Pinochet cambió de actitud: “soltó una risita áspera y, entonces, su expresión se tornó seria, y habló con calma mientras elegía sus palabras”.

Cuando salió de la entrevista, Anderson sacó la conclusión de que acababa de hablar con un “hombre muy astuto que intentaba usar toda la influencia política que le quedaba para protegerse de cualquier castigo por lo cometido en el pasado. Sentí que la reconciliación nacional, una frase que el ex general usa frecuentemente, era, de hecho, una palabra para designar algún tipo de acuerdo o inmunidad política que él esperaba alcanzar”.

Anderson, que siempre está interesado por cómo ejercen el poder los poderosos, encontró en Pinochet a un hombre que “piensa en la muerte en todo momento”, pero que ejerció su poder “más allá de la moral”. El grito de Pinochet, solicitando que se terminaran todas las reclamaciones, fue “la parte violín que necesitaba la pieza”.

A los asistentes a un taller, Anderson les contó que Pinochet era coleccionista de objetos relacionados con Napoleón y con los césares romanos. Incluso llegó a decir que reconocía que “en persona, Pinochet me cayó bien”, pero a la hora de reflejar al dictador de Chile no fue tan benévolo.